Época: Severos
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
Los Severos y la Anarquía Militar

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Los relieves de los sarcófagos severianos constituyen uno de los capítulos más apasionantes de todo el arte imperial, aunque deban muy poco a la corte y mucho en cambio a la iniciativa privada. Ellos inauguran la serie, que culminará en el Bajo Imperio, de los sarcófagos de tamaño monumental.
La Columna divi Marci, terminada hacia el 193, hizo sentir su influencia en los talleres romanos. El sarcófago báquico en forma de cuba (lenós) del Museo Vaticano (Chiaramonti) parece obra de manos que hubiesen trabajado en ella. Lo mismo el sarcófago de Portonaccio, un tapiz escultórico, con el primer gran cuadro de guerra de masas creado por el genio romano.

Creado, sí, porque las luchas de griegos contra galos fueron el modelo de los sarcófagos antoninianos de batallas, como el Sarcófago Pequeño Ludovisi, todos ellos derivados en última instancia de una Galomaquia pintada en el siglo II a. C. por un artista de Pérgamo. Pero lo que allí eran duelos de combatientes en frisos, a ambos lados de la figura del jefe, iba a convertirse en lo que por primera vez aparece en este fantástico sarcófago, hecho sin duda de encargo para una personalidad de relieve, un amasijo de hombres -romanos y bárbaros-, caballos, armas, estandartes, trofeos, que en torno a la figura central del jefe atestan el espacio disponible. Cuando el espectador supera la confusión mental que el espectáculo le produce, se percata de que el cuadro responde a ciertos principios que en grado variable informan el arte sarcofágico del siglo III y que se deben calificar de romanos:

1. Variabilidad de escala de las figuras, desde las minúsculas hasta las gigantes; como en el presente caso, por una parte, caballitos y soldados que parecen muñecos; por otra, los dos príncipes germanos prisioneros, que en compañía de sus mujeres, aristócratas vestidas a la griega, dialogan al pie de trofeos a ambos extremos de la composición.

2. Reverberación o trémolo de luces y sombras, mediante un intenso empleo del trépano.

3. Composición centrada alrededor de un medallón, un nicho o una figura o grupo de respeto (el jefe en este caso).

4. Escalonamiento de las figuras de abajo a arriba.

Los peinados de los emperadores y de las emperatrices, fechados con precisión por las monedas; las togas contabulatas y el estilo y los caracteres de los retratos, cada vez más frecuentes en los sarcófagos, han permitido establecer una cronología bastante sólida para la generalidad de los mismos. El de Portonaccio, falto de retrato (su propietario no quiso hacérselo en vida -la cara está sin labrar- por no tentar al hado; de muerto, su familia no dio con el escultor) se fecha en el decenio 190-200 por su afinidad con la Columna de Marco Aurelio.

Pero la batalla del arte tardoantoniniano no estaba ganada del todo. En la aristocracia quedaban muchos helenizados como lo habían sido Adriano y Marco Aurelio. Algunos de ellos eligieron como exponente de su virtus el tema del kynegion, de la cacería de fieras, como Adriano había hecho en los medallones que después aprovecharía Constantino para la decoración de su arco. Los talleres áticos de la época seguían haciendo sarcófagos de cacerías de leones que dieron la pauta a los que entonces comenzaron a hacerse en Roma.

A juzgar por la barba y el pelo del personaje retratado en el sarcófago Mattei I, era un contemporáneo de Caracalla. En su relieve le vemos acudir al galope de su caballo en defensa de un compañero caído bajo las zarpas de un león que se abalanza sobre él; al flanco del jinete corre una amazona, la Virtus, personificación del valor del hombre, de la magnitudo animi del Princeps, traducción de la Megalopsychia que Aristóteles trataba de fomentar en Alejandro.

Sin que la pequeñez del caído y de los caballos puedan negar su condición de romano, el relieve habla el idioma ático heredado del helenismo y despliega un friso de cuerpos atléticos, poderosos; una composición de figuras dispuestas en diagonal ante el fondo, para crear espacio; un juego equilibrado de luces y sombras matizadas, sin bruscos contrastes...

Había que llegar a un compromiso y se llegó en efecto. El clasicismo volvió por sus fueros y le hizo frente al arte romano durante todo el siglo, sobre todo mientras hubo sarcófagos áticos y anatólicos (que dejaron de fabricarse hacia el año 270, por la penuria que se abatió sobre Grecia y la inseguridad que los enemigos de Oriente impusieron en Asia Menor). En época de Alejandro Severo llegan del este nuevos estímulos que permiten la creación de sarcófagos como los de la Walters Art Gallery de Baltimore o el de Badmington, recientemente adquirido por el Metropolitan.

Como rasgos que caracterizan la producción sarcofágica de Roma ciudad o sus cercanías (Ostia, por ejemplo) se pueden enunciar las proporciones exageradamente esbeltas de las figuras; el pelo muy esponjoso, a veces calado a trépano (como en las cabelleras de los angelotes que personifican a las Estaciones, y que quizá la primera en mostrar sea el Otoño del Arco de Septimio Severo); la aglomeración de figuras, la falta de espacio entre ellas; la yuxtaposición de luces intensas y sombras profundas, el efecto de trémolo, señalado ya más arriba. Es este un rasgo típicamente romano y anticlásico, producido mediante canales largos, empleados tanto para construir las figuras como para separar unas de otras. Como es natural, estos caracteres se echan de ver en las obras del clasicismo severiano y posterior, pero mucho más en obras menos exquisitas, como las máscaras del teatro de Ostia.

Los sarcófagos de batallas, kynegia y escenas de la vida pública y privada (infancia, matrimonio) de los generales suplen los relieves de las columnas y arcos honoríficos, que dejaron de hacerse en tiempos de la anarquía militar como dejaron de celebrarse triunfos. Pero el repertorio de los talleres no se agotaba ahí. El romano seguía contemplando y esperando el más allá según las imágenes y las formas del mito griego. El y su cónyuge se veían reencarnados en parejas muy familiares para ellos: Meleagro y Atalanta, Venus y Adonis, Hipólito y Fedra, Diana y Acteón (y la graciosísima traducción romana, con retratos de los difuntos, como Marte y Rea), y sobre todo Diónysos y Ariadna, no sólo en su primer encuentro en la isla de Naxos, sino en el compartido Triunfo Indio y en otros; también presenciando la lucha de Pan y Eros... La temática venía naturalmente de Grecia, pero el relato se hacía en términos romanos, ajustando las formas a los criterios y a la técnica antes expuestos. Gracias a los sarcófagos mitológicos, las formas del clasicismo helenístico se mantuvieron vigentes en un siglo, que como demostraron Galieno, Plotino y los neoplatónicos residentes en Roma, no estaba dispuesto a renunciar a la herencia del pasado helénico. Otros géneros de sarcófagos, los de los filósofos, los de las musas, los del lector, respondían a la convicción de muchos de que la filosofía, la cultura y el arte eran vehículos de salvación ultraterrena.

El gigantesco Sarcófago Ludovisi (largo 2,73; alto 1,15) pudo haber pertenecido a Hostiliano, hijo de Trajano Decio y corregente de Treboniano Galo, muerto de la peste del año 251. De ser así, como parece; el arte del relieve romano había alcanzado a mediados de siglo la cima de su ascensión a la gloria. El general representado en el centro focal del gran relieve lleva incisa en la frente una aspa, la sphragis, el signo de los iniciados en los misterios de Mitra, y es, como éste, el Invictus, que no necesita intervenir en la lucha para vencer. Extendiendo el brazo derecho hacia los suyos, se muestra como el vencedor sin armas, como harán más adelante los emperadores de la Baja Antigüedad. El efecto de tapiz es aquí más pronunciado que en el sarcófago de Portonaccio, y la solución de cerrar los lados con soldados que participan de la acción, más afortunada que la de las nobles y trágicas parejas que en éste enmarcan el cuadro.

La joya de los sarcófagos consulares apareció en Acilia en 1950 y se conserva como el anterior en el Museo de las Termas. Su forma de lenós, recubierta por el frente y los lados por un desfile de figuras: el cónsul que abandona su casa tras despedirse de su mujer para jurar y tomar posesión de su cargo. Es el día más gozoso de su vida y el de asumir la mayor responsabilidad. Su toga contabulata estaba recubierta de pan de oro en su día, como revelan los restos del pegamento que le servían de soporte (lo mismo, el Princeps del Sarcófago Ludovisi). A su mujer la acompañan las nueve musas; a él, los Siete Sabios y el Genius Senatus, éste con sus largas guedejas ceñidas por la diadema distintiva. El joven, cuyo retrato revela que es mucho más niño de lo que parece por sus fibrosas manos de anciano, era seguramente un hijo del matrimonio, prematuramente muerto y enterrado con sus padres. No sabemos quién era el cónsul ni el año de su muerte, pero el sarcófago recibió la segunda parte de su elaboración (el retrato del joven reemplazando a la cabeza de un sabio), hacia el año 270.